“Por sus acciones los conoceréis” (Mateo 7, 16). Que doble moral cargamos en los hombros. No sé por qué nos escandalizamos al descubrir nuevamente los eternos abusos sexuales por parte de algunos curas y ministros de la iglesia, no solo de la católica, a seminaristas, jóvenes y menores de edad. Esta aberración, ha existido desde mucho antes de la inquisición en la institución clerical. Lo que pasa es que nuestras madres sin contar la escuela y el colegio, siempre impidieron cuestionar a un sacerdote por malintencionado o malicioso que fuera. Seguimos pecando por omisión al proteger a estos abusadores sexuales y lo peor, pecamos por cómplices.
Aunque es completamente reprochable el acoso y abuso sexual no solo de los ministros de la iglesia, sino de cualquier depravado, hay que recordar que debajo de cualquier sotana existe un fulano común y corriente que come, caga, siente cansancio, llora, ríe, siente rabia y ganas de tener sexo con una vieja o un pela’o.
El problema no son los curas maricas o mujeriegos. El problema no es que oculten una erección y se vayan detrás de una nalga o un par de tetas. El problema es la poca evolución de la Iglesia, que no quiere admitir que sus curas y monjas son personas como vos o como yo, que se nos alborota la lívido y queremos acabar hasta con el gato.
Los hechos que vincularon al cura Rozo en Cali, es la puntica no más de todo lo que ha pasado, de las historias que hay en las sacristías y casas parroquiales. Que tal que las sotanas hablaran.
No sé a que grupo del Vaticano le tocará evaluar esta clase de hechos, pero el celibato, tan pulpitiado en los comulgatorios de los altares es puro cuento. “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un cura no se le pare”.
Otro cuento
Hace unos 24 años, un jovencito tuvo la oportunidad de conocer la vida en el interior de un seminario, con el solo objetivo de definir o no su vocación sacerdotal.
El joven padecía de una leve esquizofrenia y escuchaba a diario la voz y el llamado de Dios para empezar el camino de la evangelización, recorrido que se iniciaba desde primero de bachillerato en el Seminario Menor.
La vida sexual del joven, como la de todo adolescente no pasaba más allá de las innumerables pajas y manoletinas que no duraban más de cinco minutos, eso sí, eran diarias y frecuentes. Esta perversa actividad para la época, la vivían los potenciales curas, unos 400 o 500 estudiantes de paso, que tenían ganas de seguir la luz de Dios.
La iglesia no puede seguir tapando el sol con un dedo. Esos doctrinarios cuentos que echan los curas cada ocho días en la misa de domingo son completamente contradictorios y lo único que han generado son el rechazo de la feligresía. Ojo, el negocio se esta cayendo.
Es imposible aceptar como desde el Estado Vaticano se sigue orientando para que en cada parroquia de pueblo se siga prohibiendo la utilización del condón, la pastilla anticonceptiva y se tape la promiscuidad sacerdotal, mientras Benedicto XVI, se hace el sordo y el ciego, con las actividades clandestinas de los curas homosexuales, promiscuos o mujeriegos y el permanente acoso y abuso sexual de otros, los pedófilos que inclusive son hasta protegidos por la institución.
Hay que dar el paso. Que hay de malo en el matrimonio de curas y monjas. Es completamente viable. Quisiera ver un cura o una moja casados hasta que la muerte los separe a ver cuanto duran, pero bueno ese es otro paseo para después. Quisiera ver un sacerdote y una religiosa con sus respectivas parejas, dando ejemplo de vida en familia, con sus hijos, teniendo una vida sexual pulcra, fiel y sana. Desde ahí se empieza a obtener la inalcanzable “coherencia” de la que nunca en este tema, ha tenido la Iglesia.
Los reportes que las directivas de los colegios en los que estudió el joven en mención, le reiteraban a diario a su madre: “Mire señora, el niño es muy inteligente, muy pilo, pero es muy cansón, a veces es insoportable, mejor cámbielo de institución”. Hoy estoy convencido que ese comportamiento fue el que lo salvó de las miradas maliciosas y de aquellas manos limpias con olor a perfume francés que se posaban sutil y frágilmente en los hombros de otros niños.
En los descansos, en los intermedios entre clases, siempre el jovencito notó que un grupo de niños lo rodeaba. Lo hacían como medio de protección, para evitar algunas sotanas mojadas y capas pluviales con las que se llevan al Santísimo al altar.
No me quiero imaginar el sacrificio que un sacerdote tiene que hacer al ver tanta hermosura suelta, tantos niños, niñas, perros y gatos deambulando libres por las calles. En esta tierra donde las mujeres y los hombres abundan como los colores de arco iris, no me imagino a un curita o monja de parroquia resistiéndose a sentir unos labios rojos recorriendo el cuerpo.
Como será el sacrificio que una vez, en confesión, el finado Padre Estrada, que aseguro se acostaba con una monjita que lo cuido hasta su muerte, me preguntó: “Mijito, y usted se toca la colita?”. Hágame esa.
Para nadie es un secreto que existen sacerdotes limpios por dentro y por fuera, que cada día realizan el esfuerzo por dedicarse de la manera más humana a su proyecto de evangelización. Ese sacrificio tiene que ser apoyado sin restricciones por la Institución que orienta el viejo Bene. Hay que apoyarlos para que tengan una vida pulcra, pero normal. No pidan milagros por favor.
Antes de enredar el debate con propuestas inalcanzables como la castración química, hay que castigar a los abusadores por su delito y exigirle a la Iglesia se sacuda para que evolucione y permita las relaciones conyugales de sus ministros para que no siga pecando por indiferencia. Los curas, monjas y seminaristas son personas comunes y corrientes que necesitan además, la oportunidad de sentir el calor de otro en la intimidad, en la cama. Por qué censurarlos. Ellos también tienen derecho a tener el placer de sentir un orgasmo ante la mirada de Dios.