Corría el final de la década de los 80, década altamente violenta y conmocionada por la gran cantidad de sucesos que perturbaron el acontecer nacional. No sabíamos todavía lo que se advenía con la entrante.
En plena adolescencia unos de los sitios de frecuente visita por mis amigos y por mí era el parque de El Calvario, en el sector de Campo Valdés, barrio enclavado entre Manrique y Aranjuez, que en conjunto formaron uno de los triángulos más peligrosos de la ciudad, cuando el, por unos increíblemente admirado, mayor delincuente del continente Pablo Escobar, pretendía adueñarse de Medellín. Y a fe que lo hizo.
El Calvario, como es conocido popularmente, contaba en su sector occidental con un Comando de Acción Inmediata, CAI, estrategia con la que la policía nacional de Colombia intentaba acercar los agentes a la comunidad y generar un poco de mayor seguridad en esos sectores altamente golpeados por la delincuencia.
Dentro de la gran cantidad de agentes que cumplían su servicio en ese CAI, había uno de particular recordación por su atuendo y apodo: Rambo, se imaginarán entonces como era su apariencia. Nunca podremos desconocer que aunque intimidante, la presencia de Rambo brindaba sensación de seguridad a aquellos que visitaban el parque para hacer deporte, chuparse una crema, o mirar el paisaje de uno de los pocos parques verdes de la ciudad.
Se rumoró que la muerte de este singular agente de policía fue particularmente violenta, pero con certeza, es claro que se dio en el marco del primer plan pistola del que tengo memoria.
La tenebrosa estrategia con la que el narcotráfico combatió a los agentes del orden, consistía en el pago de un millón de pesos por cada uno de los agentes asesinados (se escuchaba que había pago extra si se llevaba el arma del agente).
Hoy, 30 años después, cuando muchos de los canales de televisión nacional y algunos partidos políticos, le han hecho homenajes apológicos completamente inmerecidos a los asesinos de cientos de policías y civiles en otra de las guerras absurdas que hemos librado los colombianos, y digo, hoy treinta años después, una banda criminal vuelve a poner precio a la cabeza de un “agente del orden”.
Llegué a creer que aquellas épocas de toque de queda impuesto por los delincuentes, de policías desconfiados, atemorizados vistiendo sus chalecos antibalas y portando un terrorífico fusil, o su pistola en la mano para reaccionar con más prontitud, había quedado atrás.
Pero no… como hace treinta años atrás volvemos a patinar en el mismo pantanero, como hace treinta años atrás una banda de vulgares narcotraficantes vuelve a imponer sus leyes y el Estado a mostrar su, ojalá que no, cómplice ineficacia.
No aprendemos. La fortaleza de estos criminales, obligatoriamente cuenta con el malsano contubernio de nosotros, los de a pie, con nuestra silenciosa aquiescencia o nuestra arraigada indiferencia.
William Ospina se niega a aceptar que exista una condición genética en los colombianos que nos predispone a la violencia y la delincuencia, pero cómo más explicar nuestra tozudez y nuestra resistencia a vivir de manera tranquila, sin la atemorizante imposición de las armas delincuenciales. Cómo más explicar que pareciera nos gusta restregarnos en los pantaneros más oscuros y fétidos de la historia, nuestra historia, la que hace treinta años nos hizo temblar de impotencia, dolor y temor.