Esta semana, nos encontramos con un hecho extraño por lo simbólico en nuestra convulsionada Colombia, donde parece no hubiera ya nada que pudiera sorprendernos: el derrumbamiento de la estatua de Sebastián de Belalcázar.
Belalcázar, a quien se le atribuye la fundación de la ciudad capital del departamento del Cauca, Asunción de Popayán, es considerado uno de los más sanguinarios conquistadores llegados de España durante el periodo de conquista y colonización. Su periplo por América incluyó las actuales naciones de Nicaragua, Perú, Ecuador, Panamá y Colombia, siendo nuestro país uno de los más afectados por su visita.
El derribamiento de la estatua de Belalcázar, quien posaba entronado en uno de los cerros tutores de la ciudad, que además es sagrado para la Etnia, el Morro de Tulcán fue realizado por indígenas de la Etnia Misak, (no por manzanas podridas de ellos), quienes tomaron la decisión como una forma de condenar los miles de homicidios cometidos por éste y muchos otros colonizadores en su llegada a América y que incluso muerto, desde allí los revictimizaba.
El acto simbólico a toda luz, además de condenar la memoria de un hombre cuyo paso por las Américas fue tenebroso, es un grito de desespero de las minorías colombianas, relegadas todas ellas al olvido y la desaparición por las familias poderosas del país.
La caída de la estatua de Belalcázar trajo a mi memoria la invasión de Estados Unidos de América a Irak, cuando en un acto simbólico y ese sí aplaudido por los “blancos” colombianos, era derribada la estatua del llamado por algunos, dictador Sadam Huseín como símbolo de la “liberación” de un pueblo.
No me queda claro por qué el evento realizado por los soldados gringos fue digno de aplaudir al unísono, pero el realizado por los valerosos Misak, es condenado por parte de la población colombiana, entre los que se incluyen no solo los “blanquitos”, sino muchos académicos e intelectuales.
A la luz de lo que vive Colombia hoy, el acto es sumamente significativo, en la medida en que reivindica, por lo menos desde el simbolismo, la existencia y participación de las comunidades indígenas del país, condenando al perseguidor de sus ancestros (los de todos) y al mismo tiempo a sus actuales verdugos que vestidos de congresistas, presidentes y demás se han encargado de invisibilizarlos.
Al mismo tiempo el derribamiento de la estatua, realizado de manera organizada, es un nuevo madero seco que se le pone a la candente polarización que se vive en el país, donde todo es digno de ser catalogado de negro y blanco con el fin de evadir el verdadero significado.
Para muchos es un acto que atenta contra nuestra historia, sin embargo, y de manera calculada, los Misak (y muchos de nosotros) están convencidos que con esto la están reescribiendo.