La determinación de los honorarios profesionales de abogado ha sido siempre un asunto difícil de valorar y opinar porque depende de varios factores, dentro de los que se incluyen asuntos éticamente no muy pacíficos como, por ejemplo, la capacidad económica del cliente o el prestigio (fama) del profesional, y justamente la indeterminación de esos factores es lo que hace tan difícil saber si unos honorarios concretos son justos o injustos.
Se conoció recientemente que EPM contrató al conocido abogado penalista Jaime Granados por la suma de $1000’000.000 (mil millones de pesos) para defender a la entidad -así aparece publicado- frente a investigaciones que se adelantan en alguna fiscalía delegada ante la Corte Suprema de Justicia por hechos que se desconocen y que auspician ese contrato que se suscribe por una duración de cuatro meses.
Tan pronto se conoció ese llamativo contrato, pocos se dieron a la tarea de llamar la atención frente a cuál podría ser su justificación, y ese sólo hecho debería llamativo por sí sólo: ¿Por qué pasa desapercibido ante la opinión pública un contrato de una entidad pública como EPM por un valor de $1000’000.000 (mil millones de pesos) con un “superabogado”?
Probablemente eso pasa desapercibido porque partimos de la base de que lo que se hace en EPM (excepto la facturación) es correcto porque lo hace EPM, una empresa tan importante y querida que seguramente no se equivoca.
Además de eso, contratar al doctor Granados es prenda de garantía para lo que sea que se necesite porque sale a diario en los noticieros y las cosas buenas valen, o, como diría el propio gerente de EPM: “la estrategia jurídica debe estar con los mejores”, y los mejores entonces han de ser los más famosos, y, por supuesto, los más caros.
Pero vamos más allá de las apariencias: ¿puede o debe una entidad pública contratar al que mediáticamente se considera “el mejor” sin importar a qué costo? La respuesta, indudablemente debería ser no. Y vamos a indagar por qué razones.
Un abogado puede ser muy costoso porque sea muy famoso, y entonces traslade a sus clientes el riesgo de la pérdida reputacional en caso de no ganar. También puede ser muy costoso porque sea muy preparado académicamente, o porque tenga buenos recursos logísticos para hacer mejores investigaciones que su adversario, o porque tenga mucha experiencia y conozca muchos trucos de la práctica profesional, e incluso hay casos en los que los profesionales cobran por sus relaciones sociales con burocracias y medios de comunicación que podrían garantizar presiones, favores o ventajas extrajurídicas en los asuntos jurídicos.
Cualquiera de las anteriores “ventajas” podría ser simplemente válida para cualquier ciudadano en el plano puramente legal, y por eso el que tenga con qué pagar una esas abogacías pues no tiene ningún impedimento formal para hacerlo porque sus razones éticas escapan a la valoración pública y porque su patrimonio puede ser objeto de la más caprichosa de las decisiones. El problema para una entidad pública es que no puede hacer con el patrimonio de todos lo que un privado, particularmente, un multimillonario, haría con el suyo.
En primer lugar, el que se ha dado a conocer públicamente como el objeto del contrato, señala: “asesorar y representar jurídicamente a Empresas Públicas en investigaciones adelantadas por la Fiscalía Delegada ante la Corte Suprema de Justicia”.
De entrada, si ese es el verdadero objeto del insólito contrato, habrá que decir que es un objeto ilícito porque en Colombia no existe responsabilidad penal de las personas jurídicas, y en tal sentido EPM no tiene por qué defenderse de nada en lo que no podría responder penalmente, y si de lo que se trata es de la defensa de intereses penales de funcionarios de EPM, mucho más ilícito es ese objeto porque ellos debe defenderse con su propio patrimonio y no con el de la empresa.
Lo segundo, es que el declarado podría no ser el verdadero objeto del contrato, sino, como parece derivarse de lo que dice el gerente, es que se trata de defender intereses -no sabemos cuáles- de EPM en investigaciones penales que se adelantan contra no sabemos quiénes.
En ese caso, tampoco se justificaría que se contrate por $1000’000.000 (mil millones) a un superabogado durante cuatro meses, porque en ninguna norma jurídica dice que una investigación dure cuatro meses, ni tampoco podría decirse que un asunto penal en etapa de investigación pudiera orientarse a reducir riesgos para una empresa porque en dicha etapa toda información en poder de la Fiscalía es reservada y no se entendería cuáles serían esos supuestos riesgos evitables para la empresa ni mucho menos en qué medida un superabogado sería necesario para reducirlos, en una etapa procesal tan limitada para los abogados defensores como la de investigación.
Nos están diciendo mentiras y no se puede pensar bien de lo que nos maquillan así de mal. Pero supongamos que hay alguna legítima razón para defender algún interés de la compañía; ¿es el doctor Granados “el mejor” y por eso había que contratarlo por cuatro meses a ese precio? La respuesta también debe ser contundente, no.
Sin duda alguna Jaime Granados es un superabogado en todo sentido y nadie creo que pudiera atreverse a cuestionar con mínima seriedad su idoneidad profesional. Pero que sea un gran abogado no significa que sea “el mejor”, y más aún si ni siquiera sabemos el mejor para qué, especialmente cuando lo conocemos por casos famosos que nada tienen que ver con servicios públicos.
El mejor abogado no es el más caro, como tampoco el más barato es el peor. Pero podría decirse, como dirían las abuelas, que lo barato normalmente sale caro, sin que eso signifique entonces que lo más caro sea lo mejor. ¿Qué es lo mejor, entonces?
Lo mejor para el que decide hacer con su dinero lo que le plazca es precisamente lo que le place, pero lo mejor para una entidad pública es lo que realice los principios de la contratación y la función pública, y concretamente lo que represente idoneidad y a la vez economía.
¿Es un criterio de idoneidad para efectos contractuales públicos la fama de un abogado, o su capacidad para incidir de manera extrajudicial en las decisiones judiciales? Otro rotundo no. Resulta contrario a la moralidad administrativa el que con recursos públicos se le retribuya a alguien su fama o se le pague por cualidades extrajudiciales como, por ejemplo, la supuesta influencia que habría de tener en los juzgados, por su sólo nombre o por sus “contactos”.
Si se le está pagando al doctor Granados $1000’000.000 (mil millones) por su preparación académica, su experiencia y sus recursos logísticos; entonces la pregunta que habría que hacer es si existen más -o quizás mejores- abogados con esas y hasta mejores cualidades y que sus honorarios por un asunto tan indeterminado durante un periodo tan corto como el de cuatro meses sean significativamente menores, y en ese caso la empresa nos debe una respuesta bastante difícil de fundamentar en el sentido de haber descartado mejores opciones que realizaran mayormente el principio de economía, conexo con el de moralidad, también aplicable a EPM.
Así las cosas, y por mucho que se diga -y no se discute- que el nombre de un personaje pueda aumentar la probabilidad de alcanzar un objetivo, el hecho de decidir bajo la lógica de que el fin justifica los medios resulta un problema solamente ético para un simple particular, pero resulta siendo un problema de ilicitud para una entidad pública.
Durante la administración de Luis Pérez se dieron el lujo en EPM de pretender comprar la famosa vajilla de $100’000.000 (cien millones), y tal vez por tratarse de una curiosa vajilla hubo reacciones suficientes para cuestionar esa clase de despilfarros, y durante esta nueva administración de Luis Pérez en cuerpo ajeno la nueva vajilla de EPM tiene apellido de peso, y el valor se multiplicó por diez.