Cuando se presentan crímenes tan dolorosos como el que arrebató la vida de Sofía Cadavid la inmediata reacción social es la de siempre y no va más allá de la búsqueda urgente de un responsable que concentrará mayor atención pública que la misma víctima, y a ello le sigue el reclamo por el más duro castigo posible que concentrará más atención que el trabajo en evitar que la tragedia se repita.
Tan pronto como se consigue castigar al responsable se desvanece el interés en la tragedia y en algunos casos aparecen los expertos en sacar provecho electoral con el conocido discurso simple y efectivo de siempre según el cual por falta de mano dura es que ocurren estos delitos.
Lo cierto es que la amenaza de cadena perpetua no sirvió para persuadir al asesino de Sofía de respetarle la vida, como tampoco ha servido ni servirá para salvar una sola vida por la sencilla razón de que la dureza de las penas no está relacionada con ninguna clase de reducción de los delitos. A pesar de no tener fundamento criminológico que la respalde, ya se ha hecho circular la propuesta de la pena de muerte como solución al problema del delito atroz basada en que la cadena perpetua demostró ser muy débil.
Con la lógica de los que no ven más allá de la “mano dura” deberíamos suponer que esta clase de delitos desaparecería tan pronto como se establezca la pena de muerte, ya que los posibles asesinos harían una profunda reflexión con el Código Penal en la mano acerca de su futuro y preferirían entonces no matar.
Esa misma receta de endurecimiento debería entonces aplicarse a los demás delitos porque si alguien comete un delito es porque faltó mayor endurecimiento del Código Penal, y de esa manera lograremos ganar la partida a los delincuentes.
La búsqueda sedienta de apaciguar las pasiones exacerbadas por la crudeza de ciertos crímenes nos impide ver el problema más allá del sufrimiento que deseamos para su perpetrador, y es por eso que normalmente en estos casos nos conformamos con la neutralización del delincuente y olvidamos que el caldo de cultivo de esa clase de comportamientos se mantendrá intacto a la espera de una próxima Sofía.
A la niña la mató su asesino y ninguna excusa podrá servir para evadir su responsabilidad. Pero la sociedad y sus instituciones también son responsables de la tragedia porque ya existe la pena de muerte en Colombia y se la aplicamos a los más débiles cuando decidimos desviar la mirada de las profundas causas del abuso, la violencia y la discriminación y la dirigimos hacia el castigo, que no es más que la cuestión más simple e irrelevante del problema.
Matamos a Sofía cuando la responsabilidad de resolver la descomposición social se la entregamos a las leyes y creemos que a punta de código seremos mejores. Matamos a Sofía cuando menospreciamos la violencia machista y creemos que es una simple agenda de las feministas.
Por alguna extraña razón política, torpe, por supuesto, se pueden encontrar personas más indignadas por el hecho de que se diga que la causa subyacente del crimen es la discriminación, que por el crimen mismo. Es como si la prioridad para algunos fuera impedir que hable sobre la discriminación y la totalidad de la atención la siga teniendo únicamente el asesino directo.
Más allá de lo que arroje el siempre limitado y pobre escenario de lo judicial habitualmente incapaz de solucionar problemas, tenemos una bebé muerta que nos pide a gritos después de muerta que pongamos atención a las causas de esa violencia, y no es necesario esperar una confesión del asesino ni una sentencia judicial para reflexionar por qué un niño o niña puede terminar asesinado en un contexto de violencia intrafamiliar y más concretamente en un contexto de disputa en el que un padre considera que una opción de venganza contra la madre es causar daño a su hija.
Los que pagan los platos rotos de la violencia suelen ser los más vulnerables y eso es discriminación. Normalmente las víctimas de las violencias en contextos de familias y de exparejas son los niños y niñas y las mujeres porque por alguna razón que nos negamos a estudiar existe cierta tolerancia social con el hecho de que sean los hombres los habituales autores de esas conductas violentas.
La prueba de ello es la indolencia de las Inspecciones de Policía, de las Comisarías de Familia y de la misma Fiscalía cuando las mujeres denuncian violencias y amenazas porque probablemente las consideran prácticamente normales y de secundaria importancia.
Las raíces de esas violencias en algo tienen que ver el rol que la sociedad le ha dado a los hombres y a las mujeres porque la idea del hombre fuerte, jefe de hogar, libre y destinatario del “honor” contrasta evidentemente con el de la mujer casera recatada y obediente que debe ser una “dama” y con el de los hijos que son una especie de propiedad que hay que esculpir con martillo y cincel para que se conviertan en la exitosa prolongación de la cepa “de bien”.
La discriminación no es otra cosa que esperar que otro se acomode al molde que esperamos de él y reaccionar con intolerancia cuando ese otro decide ser diferente o simplemente decepciona las expectativas que se le habían depositado.
Discriminación no es otra cosa que sentirse con el derecho de matar a otro, más débil, porque de esa manera se hace una especie de justicia por alguna defraudación de expectativa de comportamiento acorde con el molde social. A Sofía la mató su asesino, pero también la discriminación que se suele traducir en una especie de derecho a decidir la suerte del más débil.
Cuando mataron a Rosa Elvira Cely y a Yuliana Samboní, la discusión fue la misma: cuál debía ser la pena más dura para el feminicida. Pero dejamos la culebra viva y por eso mataron a Sofía, matamos a Sofía.