¿Desmonte del ESMAD?, por supuesto que hay que desmontar al ESMAD. Y no se trata de un grito herido provocado por los abusos policiales que hemos visto últimamente y que nadie podría discutir en un plano mínimo de razonabilidad, sino de una necesaria discusión inaplazable porque su actual enfoque está nacional e internacionalmente cuestionado porque es más el daño social que provoca dicho escuadrón que la utilidad que ofrece.
Lo primero que deberíamos reconocer por simple honestidad es que lo más importante en esta discusión debe ser el posible logro de una sociedad menos violenta y no la diminuta preocupación sobre si el eventual desmonte del ESMAD constituye un “triunfo” para algún espectro del panorama político.
El fin declarado de los “Escuadrones Móviles Antidisturbios” es el siguiente: “Control de disturbios, multitudes, bloqueos acompañamiento a desalojos de espacios públicos o privados, que se presenten en zona urbana o rural del territorio nacional”.
De entrada, podría decirse que el control social es una necesaria responsabilidad a cargo del Estado y que por tanto hay un buen objetivo en dicha misión. Sin embargo, es importante señalar que no todos los escenarios de la vida social ameritan controles estatales, y que aquellos que los pudieran ameritar no necesariamente requieren del medio policial. Más aún: en aquellos casos en los que se requiere la presencia de la Policía, pocas veces lo que se requiere es fuerza de choque violenta.
Decir que un cuerpo policial de choque violento como el ESMAD tiene como objetivo controlar multitudes, bloqueos y “acompañar” desalojos es de por sí una actitud belicosa frente a fenómenos no necesariamente violentos y por tanto un alcance desproporcionado de su propia misión.
Apelar al posible efecto preventivo de ese “acompañamiento” no es otra cosa que admitir que se prefiere una sociedad preparada para la violencia en vez de una sociedad que busca formas civilizadas de tramitar sus diferencias y conflictos.
Por su constitución como fuerza de choque, el ESMAD no podría considerarse un cuerpo idóneo para el tratamiento de conflictos sino para el puro y simple uso de la violencia. Sus agentes tienen elementos de protección y de ataque, así como entrenamiento, que sólo tendría utilidad en medio de golpes. La concreta violencia que están destinados a ejercer no podría constituir un medio adecuado para el control social sino un mero acto de hegemonía de grupo.
Es precisamente esa condición de grupo combativo que a toda costa debe derrotar a su enemigo lo que incentiva el abuso, pues en ese concreto rol de “combatientes” es en el que los miembros de la Policía no están en condiciones adecuadas de realizar procedimientos judiciales complejos como las capturas, justamente porque aquél que cae en la dinámica de sujeto combatiente pierde la autoridad y se vuelve simple adversario.
Los casos registrados de abusos policiales confirman lo dicho y además se constituyen, por sí solos, en razón adicional para el desmonte del ESMAD, pues si sumamos mentalmente los costos en vidas, en integridad física, dignidad humana y hasta derechos sexuales, ninguna persona que no esté movida por la mezquindad o el interés político podría concluir que dichos costos son preferibles a los de los daños derivados del contexto de las protestas.
Esta orgía de sangre y abuso, seguramente acompasada con órdenes de altos superiores, podría decirse que se trata de un error corregible con ajustes en algunos procedimientos y en algunas “manzanas podridas”, pero aun así no deja de ser esta clase de estrategias de control social una peligrosa decisión en la que se hace prevalecer un hipotético riesgo para la propiedad sobre el indiscutible riesgo para la vida, incluso de los propios miembros de la Policía, arrojados a una prefabricada arena de gladiadores en la que las élites les aplauden desde sus elevados palcos.