El último de los legendarios dirigentes políticos de Colombia, Bernardo Guerra Serna, partió del mundo con su nombre asegurado en la historia con un legado que trascenderá épocas a pesar de los afanes de muchos dirigentes políticos de “nueva ola” por presentarse como el inicio del tiempo.
Guerra Serna acercó el poder político al pueblo campesino porque fue enemigo de las élites aristocráticas. Ninguna democracia moderna podría ser viable si el poder político no le ejercen las bases sociales, o, como dice la Constitución, la soberanía la detenta efectivamente el pueblo.
Defendió siempre a los desposeídos a pesar de las consecuencias, uno de sus principios más prominentes fue el de poner primero a los más necesitados. El cierre de la penosa brecha social en Colombia es la tarea más urgente que tenemos pendiente pues también la Constitución Política consagra al Estado como Social y Democrático de Derecho lo que impone la obligación de priorizar siempre lo social por encima de cualquier cosa.
Durante su recordado paso por el MRL agitó las más importantes banderas en pro de la salud, la educación, la tierra, el techo y el trabajo. Esas fueron sus banderas siempre que son la base de esencial de la dogmática de los derechos fundamentales, esas garantías son la condición necesaria para la vida digna y de la justicia social, consagradas el primer artículo de Constitución.
Lo que más se recuerda de Guerra Serna quizás era parte de lo que más le apasionaba, pero al mismo tiempo era paradójicamente una de las cosas más instrumentales o puramente adjetivas de su paso por la vida pública: el culto al partido.
Luego de la penosa explosión de partidos de garaje que trajo la Constitución, fue necesario volver a la idea fundamental del partido fuerte como medio indispensable para la acción política colectiva pues claramente lo que más importa son las ideas y no las personas, pero el histórico descrédito con que han cargado estas agrupaciones, sumado a la inocultable incapacidad de sus últimos dirigentes, nos han sumido en un insoportable personalismo caudillista en el que somos capaces hasta de elegir como Presidente a quien diga nuestro líder popular de turno, sin importar cuáles son sus programas ni sus principios.
Guerra Serna confiaba profundamente en el partido, tal vez más de lo que lo que podría entenderse porque cada discurso suyo y cada emoción que dejaba escapar en sus arengas apuntaban al partido como a una especie de ser vivo bondadoso superior a la sumatoria de quienes lo integran, pese a que ese ser vivo que tanto empeño tuvo en avivar, estaba condenado a morir primero que él, pues a Guerra los principios lo acompañaron hasta el último día.
El Partido Liberal naufragó y pereció en manos de los negociantes de la política, pero ese liberalismo de hondo alcance social y humanista que siempre defendió “El Socio” está sembrado por cada rincón de las bases sociales y, como él, trascenderá épocas.