Hace un par de días mataron a Agustín Rodríguez, un joven limpiavidrios de 24 años, luego de haber tenido un altercado con un sujeto que iba armado en su camioneta.
Dicen testigos que el conductor de la camioneta disparó después de bajarse del vehículo y encontrar que los limpiavidrios del semáforo amenazaban con usar un cuchillo.
Detalles que escapan al cubrimiento noticioso inmediato podrían ser cruciales para la defensa judicial del implicado en ese posible homicidio pues, por ejemplo, si usó el arma como medio necesario para repeler determinada agresión con cuchillo, la cuestión judicial podría favorecerle.
Pero pasando al plano de la política pública y del debate democrático, donde muchos reclaman que los limpiavidrios constituyen una tensión social que arriesga volverse un problema de seguridad pública, la discusión no depende de los detalles de la tragedia que arrebató la vida de Agustín, sino del lugar en que ubiquemos nuestros principios ideológicos: si el enfoque prioritario de esta clase de conflictos sociales debe obedecer a la lógica de privilegiar la “mano dura” y la “justicia privada”, o a la lógica de una crisis humanitaria que reclama prioritariamente política social.
Aquellos que acogen la perspectiva que rotula a los limpiavidrios como una horda de personas peligrosas (a veces enfatizando la condición de población migrante de muchos de ellos), normalmente hablan de su apariencia y de las formas usualmente groseras e incluso intimidantes en que muchos limpiavidrios ejercen sus actividades para luego concluir que constituyen un riesgo para la seguridad de los conductores de vehículos que debería ser tratado con enfoque policial.
Otros ven en estas personas a verdaderas víctimas de violencias políticas y exclusión social y económica que hacen esfuerzos diarios para sobrevivir sin acudir al delito y por ello resaltan su condición de población vulnerable que debería ser el objetivo de políticas de inclusión y solidaridad.
En el primer caso lo que se destaca a la hora de resolver el problema es el uso de la fuerza mientras en el segundo la búsqueda de alternativas para el sustento económico.
En el primer caso lo que se destaca es el odio hacia las personas y su identificación como enemigos de la sociedad, mientras en el segundo se destaca su rol como parte débil del entramado social y económico.
En Medellín y Bogotá se han repetido ataques armados contra estas personas y lo que más se suele destacar en la opinión pública son defensas del enfoque de la violencia como medio de atención de la problemática porque la primera reacción visible es la que enfatiza como responsable de la tragedia al propio limpiavidrios por tener la osadía de arrojar agua espumosa contra un vidrio, sin autorización.
Al paso que vamos no será nada extraño que estas personas terminen siendo objetivo del paramilitarismo de la “limpieza social”, pues a los alcaldes de las ciudades no les merece siquiera un pronunciamiento que por lo menos lamente las tragedias, al tiempo que lo que parece importarle a la ciudadanía es si los conductores actuaron o no en legítima defensa para ir abriendo paso a la idea de que a lo mejor si todos salimos armados en los vehículos terminaremos “limpiando” las ciudades antes que a los vidrios.