De nuevo, como hace algunos años no lo habíamos vivido, despertamos con las noticias crueles de los ataques de grupos armados al margen de la ley, llámelos como quiera llamarlos, a nuestro país, a nuestro pueblo, a la insipiente infraestructura vial colombiana.
De nuevo aparecen en el mapa de los medios de comunicación masivos departamentos como Arauca, Guainía, Vichada o zonas como la frontera colombo-venezolana o el sur de Bolívar, ello gracias a los combates que se repiten cíclicamente en un espiral sin fin al que parece estamos condenados.
Y los ayes no se hacen esperar, por un lado, los guerreristas que quedan en nuestro país, los seguidores del moribundo Centro Democrático o del anestesiado partido Conservador, sueñan con el resurgimiento del sentimiento belicoso que un día los puso en el poder, y con el que lograron montar al sepulturero que lo único que hizo en estos perdidos cuatro años fue destruir el Acuerdos de Paz.
Por el otro, los arrepentidos de haberle comido cuento al uribismo de lo peligroso que sería para el país un acuerdo con la extinta guerrilla de las FARC, maldicen de su voto en el referéndum por la paz, o del dado a este señor que llaman presidente que ni siquiera a su partido le ha servido.
Y por último estamos los que de una u otra manera apoyamos el proceso, a los que muy seguramente nos ha faltado contundencia para presionar la implementación de esos acuerdos, no sólo con la desmilitarización y desarme del grupo, sino con la consolidación social tan necesaria para el éxito de los acuerdos.
En lo que todos coincidimos es en la desesperanza que nos produce estar de nuevo viviendo la desazón de nuestra historia, trágica, perenne en sí misma y caudalosa que nos arrastra en un embudo en el que con contadas excepciones todos perdemos.
No hay una explicación razonable a este retroceso, la pobreza, el narcotráfico, la derecha o la izquierda serán una explicación parcial a la maldición que sufre Colombia que sólo nos deja muertos y destrucción como pan diario.