Existen agrupaciones políticas que tienen como bandera la defensa de los intereses de los grupos sociales más privilegiados. Se trata de los denominados partidos de derecha y de extrema derecha, compuestos por algunos de los miembros de esas élites económicas y mayoritariamente por personas que no pertenecen a esas élites pero que creen que hay que defenderlas porque de ellas depende la justicia y la prosperidad.
Los postulados de esa clase de partidos son relativamente simples: en lo económico defienden la extrema libertad de empresa y la propiedad privada como derecho absoluto, pues esas son las condiciones necesarias para que los dueños del poder económico lo mantengan (y profundicen); en lo “filosófico” defienden la “desigualdad natural” pretendidamente basada en que algunos individuos tienen talentos y capacidades especiales que les deberían posibilitar ventajas en el mundo social y por supuesto privilegios (de allí, inclusive, la idea de que los ricos son personas virtuosas y los pobres una especie de tarados); y en lo político, dichas ideologías suelen tener algunas diferencias, pues existen algunas vertientes conservadoras que propugnan por el centralismo político y el control hobbesiano del poder represor para la reducción de libertades individuales en pos de la obediencia y el “orden”, al tiempo que también existen vertientes liberales en las extremas derechas que propugnan por que en prevalezca cierto libertarismo estilo “ley de la selva” que favorecería que en lo social también haya una “mano invisible” que podría poner en “orden” las cosas como por ejemplo si se posibilita el porte libre de armas y la existencia de policías y ejércitos privados.
Por supuesto, las personas más poderosas de cada país tienen toda clase de medios para mantener sus privilegios: control del poder político y de la violencia oficial y privada (lícita e ilícita), como también la utilización de voceros debidamente organizados en partidos políticos (y medios de comunicación) que sirven como medio de legitimación a través del discurso y la propaganda. Tal cosa no suele ocurrir con los débiles, desfavorecidos o excluidos, pues evidentemente carecen de medios adecuados para interpelar a estos poderes en condiciones materiales de igualdad.
Que los poderosos (o sus mensajeros, adscritos a los más violentos extremos) se reúnan para debatir ideas y buscar el modo de proteger sus intereses podría reconocerse como una actividad democráticamente válida. De igual modo, que haya personas que quieran aglutinarse porque crean que la desigualdad es un mal necesario (o incluso un bien) que parasita de la idea de que los aventajados sostienen el desarrollo y ejercen la caridad de proporcionar trabajo a los débiles o perezosos, podría verse también como un derecho de reunión común y corriente.
El problema de ciertas derechas no podría ser su filosofía sobre la libre empresa, ni sobre el monopolio de la violencia represora, sino la defensa de la violencia discriminadora como base de su discurso promotor de la desigualdad como criterio de justicia, pues existen partidos y líderes políticos que acogen como bondadosas las defensas de la xenofobia, del racismo y por supuesto del machismo y de la “limpieza social” (persecución y exterminio de “vagos”, “maleantes”, drogadictos y desobedientes) en una suerte de nostalgia del nazismo, que en ocasiones resulta abiertamente apologética y verdaderamente peligrosa.
En Bogotá se reunieron recientemente algunos partidos y líderes políticos de varios tipos de derechas, algunas de las cuales incluyen defensores de las violencias discriminadoras. Vinieron desde España líderes políticos que consideran que los colombianos somos gentuza que no debería migrar a España, a reunirse con colombianos que creen que el problema de Colombia lo constituyen quienes aborrecen esas ideas.
Afuera del hotel en que tuvo lugar esa reunión se citaron algunas personas que utilizaron la violencia como medio de rechazo a la reunión, y la consecuencia terminó siendo el rompimiento de algunos vidrios y la captura de dos de los supuestos responsables, así como la generalizada exhibición del vandalismo como el problema, y de los políticos de extrema derecha como víctimas.
Más allá de la cuestión sobre el vandalismo y de qué hacer frente a él, lo cierto es que tenemos las prioridades al revés (como quienes se reúnen con aquellos que los quieren fuera de sus países): nos indigna más la violencia de quienes dejan algunos cristales rotos, que la violencia de quienes acumulan el gran poder económico y utilizan a ciertos partidos y líderes políticos para defender sus privilegios haciendo de Estado una herramienta para segregar, perseguir, excluir e incluso exterminar.
Nos preocupan más las fachadas de prestigiosos hoteles y de poderosas entidades bancarias que la vida y la dignidad de poblaciones perseguidas por el simple hecho de existir. Nos preocupa más el vandalismo que la xenofobia, el racismo y el machismo, y creemos que la violencia más peligrosa y de prioritario interés es la que destruye algunas pocas cosas materiales, y no la que destruye miles de vidas humanas avivada por los aplausos que resuenan en lujosos hoteles.