Las reglas del lenguaje son inventos de los seres humanos que tienen como objetivo el logro y mejoramiento de la comunicación, y, por ello, decidimos cambiar esas reglas según vayan pareciendo mejores que las anteriores, lo que significa que las reglas no son estáticas ni vienen dictadas por dioses o por la “naturaleza”.
En los lenguajes hablados hemos inventado reglas formales para cada idioma, debido a que las reglas permiten estandarizar determinada forma de comunicarnos. Lo mismo pasa en otros tipos de lenguajes como el de señas, en el que, por supuesto, se requiere que el significado que una persona emite sea decodificado por otra, sin que sufra deformación porque, de lo contrario, lo que decimos no será entendido tal como lo decimos.
Mientras más complejas sean las formas de comunicación así serán también sus reglas, pues mayores posibilidades de error cabrían y, si valoramos suficientemente la comunicación, habremos de estar atentos lo más que sea posible al cumplimiento de sus reglas.
Pero el lenguaje, como cualquier medio, está supeditado al logro de su objetivo -que es sin duda lo preponderante- por la sencilla razón de que un medio no puede estar por encima del fin al que sirve, y el medio para lograr la comunicación es el lenguaje, el cual refinamos, pulimos y embellecemos porque queremos comunicarnos bien.
En conclusión, las reglas del lenguaje están hechas para comunicarnos tan bien como sea posible, pero son un medio y no un fin en sí mismas, y, por ello, las podemos cambiar cuando las queramos ajustar al fin.
Ahora, el lenguaje no es política ni moralmente neutro pese a que es un simple medio, porque se trata de un medio que se encuentra sometido a la formación (o deformación) que le impone el contexto en el que se van creando sus reglas, y, por ello, es que cuando decimos “el hombre” para referirnos a la humanidad, o cuando decimos “todos” para referirnos a “todos y todas”, no es porque haya una especie de ley natural o celestial detrás de ello, sino porque los seres humanos decidimos esas reglas porque nos parecían buenas.
El uso del masculino para aludir a lo femenino al mismo tiempo no es un simple asunto de economía lingüística porque bien podríamos también usar el femenino para referirnos al tiempo a lo masculino, o establecer expresiones neutras, y la razón por la que no lo hacemos es porque hemos permitido que lo masculino tenga superior jerarquía política en lo femenino, hecho que se ha convertido en una regla que no podría calificarse de otro modo que de machista.
Y así como hemos establecido esa regla, podemos eliminarla o establecer otras que nos gusten más o que realicen de mejor manera el fin de comunicar, porque los únicos que se apegan a las reglas como si fueran fines en sí mismos son aquellos que creen ingenuamente que las reglas están primero que los fines para los cuales han sido creadas.
La decisión de cambiar una regla es una decisión política que depende de muchas cosas, entre ellas de la fuerza de la costumbre o del “reconocimiento” por parte de una “autoridad”, y es entonces el carácter mutable de las reglas lo que nos permite desafiarlas, como lo hacen acertadamente quienes han identificado en algunas de esas reglas el hecho de que establecen o mantienen contenidos políticamente odiosos, como los machistas.
Así que, cuando alguien desafía las reglas de la “economía” lingüística para reclamar justicia política, lo que debe discutirse con esa persona no es el hecho de romper la regla, pues es precisamente eso lo que busca, sino la razón en la cual se fundamenta o el objetivo que persigue. Los casos concretos de quienes aborrecen el uso del “todos y todas” o del “todes”, resultan bastante simples en argumentos porque se suelen limitar al formalismo gramatical cuando el problema realmente es de justificación política y de valoración del peso de la causa que subyace al rompimiento de la regla, que no es otro que la eliminación del machismo.
Cuando alguien decide romper una regla para reclamar una mejor comunicación, lo que nos está proponiendo es un debate sobre el fin y no sobre el simple medio. Es por ello por lo que, si nuestra respuesta se limita a la simple lamentación por la ruptura de la regla, lo que estamos ofreciendo es un debate menor sobre la simple importancia formal del medio, mientras la verdadera cuestión nos exige voltear la mirada hacia el fin, donde las discusiones, más que mayores, son casi mayoras.