La prohibición que tienen los servidores públicos para hacer proselitismo tiene un objetivo tan simple como claro: que no se utilice el poder público para favorecer candidaturas.
Es por tal razón que la prohibición se dirige hacia quienes ejercen autoridad administrativa o administran recursos públicos, y resultaría desproporcionado impedirles a trabajadores de niveles intermedios o de base que concurran, por ejemplo, a reuniones con candidatos o que expresen sus preferencias políticas.
Se ha discutido desde hace mucho tiempo si merece la pena que se mantenga esa prohibición, pues resulta que, de todos modos, los servidores que ejercen poderes capaces de favorecimientos electorales relevantes apoyan candidatos sin mostrarse “de frente”, y así como las ollas de vicio, todo el mundo sabe dónde están, aunque digan taparse.
De todos modos, la violación generalizada de la Ley no significa justificación para violarla, y su obligatoriedad no depende de nuestra aceptación.
No cabe duda de que los gobernantes y los directores de entidades descentralizadas tienen una clarísima prohibición de hacer campaña política, especialmente por dos sencillas razones: por un lado, porque ese rol como líderes les impone deberes de imparcialidad y lealtad (moralidad) hacia la investidura que representan (cuya sujeción se limita a los planes de desarrollo y no a los planes de toma del poder partidista); y por el otro, porque las manifestaciones proselitistas de los gobernantes tienen especial resonancia debido a su condición especial, y el mayor impulso que tienen sobre las demás constituye un evidente abuso del poder.
La diferencia entre la ilegalidad y la corrupción consiste en que casi todo lo ilegal es corrupto (podrían exceptuarse, por ejemplo, las imprudencias leves), pero muchas cosas corruptas no son ilegales, como aquellas que se hacen para lograr el mismo objetivo que prohíbe la Ley, pero sin violar la Ley, como cuando se abusa del poder para hacer proselitismo político de manera solapada e indirecta o por interpuestas personas.
El acto de renuncia de secretarios de despacho de una alcaldía, que a las dos horas resultan en un mitin político, podría ser legal pero indiscutiblemente corrupto. Es legal porque con ello ningún servidor público estaría ejerciendo directamente la política, pero es corrupto porque con ello se logra lo mismo que la Ley buscaba evitar, que es la pública toma de partido de la administración pública durante elecciones.
También es corrupta la participación de la “gestora social” (anteriormente también mal denominada “primera dama”) en una concreta campaña electoral, al mismo tiempo que representa políticamente a la administración, porque con ello se logra exactamente aquello que la Ley buscaba impedir (injerencia del poder público en las elecciones), pero por interpuesta persona para que no se considere ilegal.
Lo que sí resulta mayúsculamente corrupto, y de una fetidez que supera la ilegalidad, es que el gerente de un canal público de televisión como Telemedellín, se tome una fotografía con los representantes de una campaña política, y que tal fotografía sea publicada con su autorización y para la búsqueda de fines electorales.
Ya el gerente del canal había señalado desde el momento de tomar posesión del cargo que su único objetivo era el de obedecer incondicionalmente al jefe (al alcalde) más allá de realizar el objeto social de la entidad, y con la fotografía lo demostró porque no se trata de una simple fotografía, sino de la declaratoria de preferencia electoral de la administración pública.
Si el obediente funcionario no expresa públicamente su desaprobación a la publicación de la fotografía, o su invitación a las otras campañas para que se acerquen al canal en igualdad de condiciones, lo que menos debería preocuparle es que lo llamen corrupto, porque en ese caso su corrupción sería de aquellas que sí son ilegales, y que lo pondrían poner a obedecer, pero fallos judiciales en su contra.