La última semana de abril empezaron a develarse los verdaderos motivos que tienen los enemigos de la JEP para querer acabarla. En audiencia pública militares reconocieron haber cometido crímenes de lesa humanidad con el único objetivo de resaltar los resultados operacionales del ejército en la guerra que vive Colombia.
En los testimonios los militares asumen la responsabilidad directa de los falsos positivos y de manera recurrente se habla de los patrones creados para este fin con el único propósito de tener contento a un gobierno.
Los testimonios son simplemente escalofriantes, se describen las manos callosas y grandes de labriegos a los que exactamente les cambiaron el azadón por un arma de fuego o la forma macabra de planeación de los hechos.
Ya la JEP había dado un número exacto de lo que se ha conocido en Colombia como “falsos positivos”, 6.402 civiles asesinados de manera cobarde por el ejército colombiano y presentados como guerrilleros dados de baja en combate.
La declaratoria en aquel entonces de la JEP, odiada por muchos y resaltada por otros, siguió agudizando la polarización de la sociedad colombiana, calificando a los magistrados que componen el órgano como militantes de un sector político que usan sus cargos para perseguir al otro.
Sin embargo, los testimonios de la semana anterior vivifican esta realidad, la oxigenan con procedimientos, formas y motivos y le recuerdan al país lo que es la guerra a la que un sector de la población ha alimentado de manera recurrente.
Los testimonios ya serían suficientes para que los colombianos reflexionáramos sobre nuestro actuar como sociedad, pero más escalofriante que los mismos relatos, es la actitud de negación, descalificación y justificación que le damos a esas atrocidades.
Nos rasgamos las vestiduras ante la guerra que se vive al otro lado del mundo, pero ignoramos la nuestra, censuramos los crímenes de guerra que cometen los israelíes contra el pueblo palestino, pero justificamos los que realizan los militares contra nosotros mismos.
Los testimonios dados por estos militares deberían invitarnos a una jornada de reflexión sobre lo que somos, en lo que nos hemos convertido como Nación, a intentar quitarnos ese callo que nos creció en el alma y concluir con verdadera humildad que nos hemos equivocado.
No tiene presentación que mientras los militares (militares del ejército de Colombia) aceptan haber participado en estas atrocidades, el presidente Duque y el General Zapateiro, hablen de defender el honor militar, de “no dejar que el nombre del ejército colombiano sea mancillado por sus enemigos”.
¡Que tristeza! Seguir tratando el cáncer con paliativos inanes, con falsos llamados al honor, cuando lo que necesita una institución histórica como esa, es asumir la responsabilidad para retomar el camino.
El mundo ya sabe “quien dio la orden”, los colombianos ya sabemos “quien dio la orden” y esto ya ha pasado a un segundo plano, ahora lo que se espera es que, conocida la verdad, la asumamos.
Pero no sólo la actitud de esos personajes, desastrosa desde donde se mire, es cuestionable, más, incluso, es la actitud indiferente tuya, mía, de ella, de los medios de comunicación, de la iglesia, del Congreso, de esta Nación que dejó que la guerra propia se convirtiera en un callo que evita sentir el dolor.
Leí en un tweet de alguien: “Después de los testimonios de los militares en la JEP elegir a Fico (o cualquiera que represente el continuismo) sería una total canallada”.