Stefany murió convencida de que luchaba por un país mejor, y eso es mucho más importante que no estar de acuerdo con su método. Su muerte la lamentaron muchos de sus compañeros estudiantes de la Universidad de Antioquia, quienes han homenajeado su vida y sus convicciones, pero es mucho más lo que el país entero debería lamentarse por esta tragedia, pues no se trata simplemente de un problema de jóvenes agitadores que podrían protestar con “métodos más amigables”, sino de ciertos factores que condicionan las violencias en los contextos de protesta social.
En una reciente decisión judicial, un Juzgado de Control de Garantías de Medellín acogió el siguiente argumento que planteamos varios defensores de jóvenes capturados por varios delitos en el contexto de la protesta, frente al cargo de fabricación o porte de explosivos por cuenta de las denominadas “papas bomba”: no se puede afirmar, de manera razonable, que manipular ese tipo de instrumentos artesanales de baja capacidad constituya delito, pues no todo lo que tenga la capacidad química para explotar podría considerarse penalmente un “explosivo”, no solamente porque este delito se refiere a instrumentos que se usan en violencias sofisticadas y de gran capacidad para vulnerar la seguridad pública, sino también porque en contextos de protesta su finalidad no es letal.
En conclusión, por mínima justicia con la memoria de Stefany, lo primero que debemos afirmar es que no estaba cometiendo ningún delito. Y en cuanto al problema de fondo, sobre los principales factores que condicionan algunas violencias en contextos de protesta, más allá de las razones que podría haber para protestar -que ya de por sí son bien importantes- debemos ser conscientes del contexto en el que se desarrolla la protesta en Colombia, donde los verdaderos peligros de muerte, desaparición, amputación y hasta violaciones sexuales, lo afrontan precisamente quienes protestan -incluso con violencia- porque son la parte débil en esas circunstancias.
El que protesta es la parte débil porque el Estado se ha excedido -y sigue excediendo- de manera superlativa en el uso de la fuerza a tal punto que se cuentan por decenas los muertos y lesionados en el último contexto de protestas en las que, además, hubo tolerancia oficial con violencias paramilitares. Todo ello está más que probado y cualquier persona lo puede verificar “googleando” el último informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el que se evidencian todas esas atrocidades.
¿Y qué pasa con la violencia de los “vándalos” que también lesiona y produce daños, incluso, muertos? Esa violencia tampoco se puede negar, pero no podemos caer en la necedad de compararla con la represora, no solamente porque es significativamente menor, sino porque al igualarla con la del Estado terminaríamos trivializando esta última por poner el foco en la que es objetivamente menos grave, prioritaria y condicionante de más violencias.
En el imaginario social existe un señalamiento demoníaco del que excede al derecho a la protesta, y una peligrosa y cómplice tolerancia con el que abusa del poder, cuando lo segundo es objetivamente más grave, pues abusar del poder es peor que abusar del derecho, acá y en Cafarnaúm.
Más allá de concentrar la atención en lo que hacía Stefany, como si lo más importante fuera establecer si ella abusaba de su derecho, el problema que debe llamar a la reflexión es por qué permitimos una sociedad en la que el modo más destacado -casi el único- de tratar el descontento social es el de la violencia policial, que casi ni rechazamos, sin atrevernos a considerar siquiera que quienes manipulan pólvora para fabricar “papas bomba” no están pensando en matar ni desaparecer, sino sacudir la comodidad de quienes viven en silencio. Lo que más nos debe preocupar no es lo que hacía Stefany, sino lo que el Estado en nombre de la sociedad le hace a personas como ella, que fue la razón por la que decidió arriesgar su vida.