Las fuerzas armadas en cualquier país democrático son un medio para el mantenimiento del orden público interno y de la seguridad nacional, pero no son un fin en sí mismas. Por muy importantes que puedan llegar a ser los medios para el logro de los objetivos de la Constitución, estos nunca se deben convertir en fines porque corren en riesgo de poner al Estado de Derecho al revés: el ciudadano al servicio de las instituciones.
Las instituciones, incluyendo la Rama Judicial que es de las que más se puede preciar de ser de carácter técnico y especializado, están subordinadas al logro de fines constitucionales, y por muy sofisticadas que sean sus actividades, en ninguna circunstancia podrían convertirse en un veto político de las decisiones del jefe de Estado, como si el fin fuera la institución y no los ciudadanos.
La Policía y el Ejército (además de la Constitución) se subordinan al presidente, y en ninguna circunstancia debe ocurrir lo contrario. Las armas están al servicio del mandato popular y sólo a él deben obedecer, sin más consideración que la obediencia, pues para hacer la política están los políticos, y las únicas órdenes que no deberían desobedecerse son aquellas encaminadas a violar derechos humanos.
Por lo demás, resulta bastante exótica esa idea en algunos medios de comunicación y buena parte de los ciudadanos que considera que la opinión política de policías y militares es tan importante que inclusive es noticia su posible agrado o descontento con el nombramiento de las cúpulas en esas instituciones.
Por supuesto que siempre habrá contentos y descontentos con los nombramientos en las direcciones de las instituciones del Estado, pero esa idea de que el descontento de los policías y miliares es tan temible que debería evitarse a toda costa, no es otra cosa que admitir la lógica premoderna del poder del arma como una instancia suprema que nos da permiso de hacer la política siempre y cuando no sea “llevando la contraria”.
Al interior de esas instituciones es predecible encontrar dos líneas de pensamiento político frente al uso de las armas: la línea bélica que normalmente acoge como filosofía el uso prioritario de las armas para resolver los problemas de seguridad, y la línea moderada que prefiere limitar el uso de la fuerza bélica para las situaciones en las que todos los demás esfuerzos posibles hayan fracasado y no se sacrifiquen derechos humanos.
En cualquiera de los dos casos la opinión política es apenas inherente a la condición humana de quien la tiene, pero por encima de ella está el hecho de que portar el arma no hace que dicha opinión deba verse especialmente satisfecha, inclusive por encima de las mayorías electorales, bajo una especie de amenaza o preocupación por no tener felices a sujetos armados.
La democracia es precisamente el hecho de que la política no le teme al arma, pues el arma está limitada por la política desarmada. Muchas pueden ser las razones de inconformidad de los cuerpos armados con el gobernante, pero de ahí a considerar posible que los inconformes utilicen su posición de personas armadas para tramitar esas inconformidades, lo que nos pone es en el escenario de un partido político alzado en armas y no de un cuerpo armado constitucionalmente respetable.
Quienes buscan atizar la opinión política de los cuerpos armados en contra de su jefe constitucional no son amigos de un Ejército y una Policía respetables, pues su defensa consiste en ponerlas al servicio de los derechos humanos y no de los falsos positivos, y en obedecer al mandato popular en vez de constituirse en disidencias, como esos delincuentes a los que se supone que persiguen.