La hipocresía del Estado y la sociedad en Colombia frente al problema carcelario ha sido grotesca. Por una parte, a ninguno le faltan lamentaciones por la cloaca en la que hemos convertido las prisiones y otros sitios de detención, pero, por otra parte, son muy pocas las voces que reclaman un cambio en la política de privaciones de la libertad porque la “mano dura” se terminó volviendo un fetiche.
Se supone que aborrecemos las condiciones inhumanas de la prisión y quisiéramos menos hacinamiento, pero al mismo tiempo somos incapaces de hacer algo al respecto porque en el fondo creemos que las personas que están allí se lo merecen, o incluso que a la sociedad le conviene tener un instrumento de terror para ejercer el control social y, en algunos casos, también se cree que este tipo de oprobios le sirve a la sociedad para distinguir a los buenos de los malos, recordando lo distinguidos que se supone que “somos” aquéllos.
Pero lo cierto es que vivimos engañados. En la prisión no están los principales delincuentes, sino los más perseguidos e incapaces para evitar ser atrapados. La mayor parte de la población carcelaria en Colombia la integran personas jóvenes entre 18 y 25 años, de escasa formación académica, muchos sin bachillerato, además que pertenecen a los más bajos estratos socioeconómicos.
Los delitos por los que mayoritariamente hay personas privadas de su libertad en Colombia son aquellos que en la criminología se conocen como “delitos de bagatela”, que suelen ser aquellos delitos callejeros fáciles de procesar judicialmente como flagrancias: porte de armas, drogas, hurtos y violencias asociadas.
Por otra parte, la impunidad para los delitos que más dañan a la sociedad, como los de cuello blanco, supera el 90%, pues se trata de asuntos mucho más complejos para investigar y en los que resulta siendo pan comido evitar la prisión porque los recursos defensivos de los poderosos suelen superar con creces los raquíticos esfuerzos que evidentemente hace el Estado para perseguir esa clase de fenómenos.
Con estos datos sobre la mesa, resulta siendo una verdadera tontería creer que la cárcel sirve para tener a los “malos” o “peligrosos” fuera de combate, o recibiendo su “merecido”. Pero más aún, resulta ilusorio creer que con la cárcel nos estamos defendiendo de “los malos”, o que con ella estamos evitando que otras personas decidan cometer delitos.
En un solo encarcelamiento estamos despilfarrando alrededor de 25 millones de pesos anuales, no solamente en no lograr nada, sino además en torturar personas que, con esos mismos recursos, bien invertidos, lograríamos tratar de mejor manera, y sobraría dinero para reparar a las víctimas.
Cárcel nueva que se construya, será otra simple cárcel más, igual a las demás. El problema carcelario no se resuelve con otras cárceles, que estamos dispuestos a llenar de la misma forma, porque de nada sirve agrandar el balde si dejamos el grifo igual de abierto.
El anuncio del nuevo gobierno en el sentido de no construir más cárceles y de buscar la salida de las personas que no necesiten tratamiento penitenciario es un gran punto de partida para superar el fetiche de la prisión como la solución al problema del delito, pues obliga poner el foco en evitar delitos, mejorar el uso de los recursos que se invierten en el tratamiento punitivo para que, probablemente las instituciones pongan el foco en los delitos que más daño causan, que no son precisamente los que cometen los raponeros de calle, sino los raponeros de oficina.