¿Nos importa de verdad la vida de los soldados y policías o solamente cuando la podemos utilizar como discurso político?
Esa es la pregunta que nos debemos hacer cuando nos indignamos por los muertos dependiendo del gobierno en que los maten, o cuando evitamos preguntamos si existe otro método de proteger su vida que haciendo la guerra…
Todo parece indicar que algunos discursos de aparente indignación por la pérdida de vidas son realmente panfletos políticos que reclaman reivindicación de un modo específico de concebir a la fuerza pública.
Se trata de los discursos que se fundamentan en la idea de que la sociedad debe tener una respuesta violenta frente a los problemas, pues a toda costa se debe mantener el orden, que para esas mentes resulta siendo lo más importante y alcanzable sólo de esa manera.
Y como lo más importante es reaccionar con violencia para poder aplacar cualquier conato de desobediencia social, el sacrificio es apenas una cuenta en el libro de costos y beneficios, que mientras más se pueda reducir, mejor, y, de allí que haya que poner en el “frente de batalla” a las personas menos importantes para la sociedad, como, por ejemplo, a los jóvenes pobres, quienes son normalmente los que resultan siendo “carne de cañón” para los cuerpos de seguridad.
¿Tendrían nuestros tradicionales líderes políticos la misma valentía en sus discursos guerreristas si los que tuvieran que llevar las armas del Estado fueran sus hijos, o los hijos de los ricos, es decir, de sus verdaderos jefes? La respuesta sería mera suposición si no fuera porque ya tenemos algunos ejemplos suficientes para responderla.
Hemos tenido historias lamentables de torturas al interior del ejército en el marco de lo que se supone que son intensivos entrenamientos, como aquél recordado que se hacía a los “lanceros”, objeto de debate en 2019 cuando sectores reaccionarios del país señalaban que esos vejámenes había que tolerarlos porque así se lograba que nuestros soldados pudieran volverse verdaderas “máquinas de guerra” capaces de enfrentar a toda costa al “enemigo”.
Dos soldados perdieron la vida durante una inexplicable exhibición en el desfile de silleteros de la feria de las flores de Medellín en 2019 en lo que a todas luces no se trató de un simple accidente sino de una escabrosa desidia institucional en la que con toda seguridad está involucrada la responsabilidad penal de varios altos mandos que han debido ser garantes de esas vidas, expuestas de manera inexplicable a una muerte predecible, que al día de hoy siguen pasando de agache, porque esas vidas sacrificadas de esa forma específica no son importantes para el discurso de la guerra.
A los miembros de la fuerza pública se les expone por razones políticas: enfrentar a los enemigos de las élites en las calles, y, es por esa razón, que sus vidas únicamente importan cuando se pierden durante una “misión”, para considerarlos “héroes de la patria” porque de resto son instrumentos desechables.
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Tenemos posibles caminos para enfrentar la delincuencia, por un lado, está la intensificación de la violencia para el aniquilamiento, y, por el otro, otras alternativas para desmontar sus causas como la negociación a través de sus estructuras. El hecho de escoger el primero camino es necesariamente la apuesta por la muerte de personas, especialmente de las que consideramos “sacrificables”, como soldados y policías del más bajo rango, quienes son los que siempre se ofrecen mientras con fétida hipocresía decimos que han sido nuestros héroes, cuando realmente son víctimas de una tragedia resultado de la obsesión y el discurso fracasado de la respuesta bélica como solución al problema de la delincuencia.
A los soldados y policías asesinados por el mal manejo de la política criminal no solamente los matan los criminales que atentan contra sus vidas en la calle y en los montes, sino también los discursos que insisten en la fracasada idea de intensificar la violencia como respuesta a la violencia, discursos que matan tanto como las balas asesinas.