Por: Hugo Urrego
Historiador
Si pasás por Ayacucho con la calle 37, a mano izquierda verás un extraño muro, que antes era la pared de fondo de una casa, demolida para dar paso al progreso. Ahora es una fachada puesta contra un espacio acondicionado como jardín público al lado de una estación del tranvía; contra su fondo blanco fue estampado un gigantesco retrato en esténcil (Práctica de arte callejero que, junto con el grafiti, es tratada con doble por las autoridades del Estado, pero eso será tema de otro día) de un hombre saludando conmovido, mientras carga una silleta. Suponemos que ese hombre, como toda persona que es pintada en una pared, es un personaje anónimo, pero su nombre es Oscar Atehortúa.
Si vas de paseo un domingo al parque de Santa Elena, vas a encontrar un pequeño bazar donde se ofrecen artesanías, comida hecha con ingredientes frescos, ropa hecha sobre medida, a mitad de precio, y nueva, dulces caseros, libros de segunda, artículos decorativos para la casa y vegetales sembrados orgánicamente.
A Santa Elena la relacionamos con las flores, y entre julio y agosto se agolpa de turistas a la expectativa de ver flores hasta en las cañerías, convencidos de que el desfile es un regalo de los campesinos, un testimonio de aquella memoria campesina, predecible e idílica a ojos del hombre de la ciudad (deberíamos recordar lo que motivó ese primer desfile de silleteros, aunque ahora sea patrimonio inmaterial de la nación, pero eso será tema de otro día). Ofreciendo vegetales frescos a precio módico, me encuentro con don Oscar, el hombre del esténcil gigante.
En los últimos años, Medellín desbordó su estrecho valle. Ahora dicen que somos muchos, que no cabemos más, pero la gente sigue llegando, y no se sabe a ciencia cierta donde hay lugar para tanta gente; la ciudad sigue creciendo, aunque el modo como lo hace no sea el mejor. Como es obvio, Santa Elena ha sido afectado por tal expansión; al ser un lugar que ahora ofrece lo que muchos del valle de abajo perdieron, ha comenzado a ser sobrepoblada, y las visitas de fin de semana se han vuelto más permanentes. Un efecto inmediato y preocupante de esto es el colapsado acueducto veredal. A la alerta por contaminación ambiental en Medellín se suma ahora la crisis de suministro de agua en una vereda que se precia de tener muchísimos nacimientos (de hecho, en el colmo de la paradoja, uno de dichos nacimientos se desborda por la calzada de un camino que conecta el parque con la variante de Las Palmas, llenándolo de huecos, y la eficaz alcaldía de Medellín no se ha hecho presente, pero eso será tema de otro día).
En una pequeña finca campesina de la vereda Pantanillo, camino del mirador del cerro, el propietario vende lo que produce su huerta, con la condición de escoger aquello que se quiere llevar. Entrar al lugar es algo que si se lo llama edificante es poco. Atrás de la casa hay una franja de bosque nativo, atravesada por una quebrada de aguas cristalinas; entre los árboles se ven ardillas, zarigüeyas, carriquíes, tucanes, mirlos, guacamayas y pájaros carpinteros. En la huerta, rodeado de legumbres, hierbas medicinales, tubérculos frescos y tranquilidad, don Oscar Atehortúa nos recibe. Él dice que en su casa nunca falta la comida, que en su casa nunca se va el agua, y es la verdad. No se siente el sonido de ningún carro, y no hay humo sino es el de la estufa a leña de la cocina.
Este señor vive como se vivía hace más de cincuenta años, y dice que su vida no la cambia por mucho dinero que le ofrezcan. Mientras tanto, Santa Elena asiste a un mortal proceso de urbanización, defendido por personas que creen que en eso consiste el progreso, pero eso será tema de otro día.