El precandidato Rodolfo Hernández “sorprendió” recientemente con una “arriesgada” propuesta para el manejo de la política penitenciaria en Colombia. Se trata de la creación de un distrito carcelario en donde se agruparían, dice él, 200 mil presos peligrosos (en Colombia ni siquiera llegamos a los 100 mil condenados) que deberán trabajar para poder “pagar su propia comida” mientras que los empresarios que generen esos “empleos” tendrán incentivos tributarios.
Esa clase de ideas, para nada novedosas, conectan con muchísima facilidad con las emociones de los electores por una cuestión básica: la idea de que los presos son los “malos” de la sociedad y que “mantenerlos” en prisiones es costoso para los “buenos”, por lo tanto, injusto siendo ellos los responsables de su suerte.
Lo realmente difícil para los políticos es ir más allá de lo que estimule simples emociones electorales y para el tema que nos ocupa la cuestión es más compleja.
El castigo no es una fatalidad de la naturaleza pues se trata de decisiones humanas. Hemos decidido como sociedad que sea delito, por ejemplo, vender cigarrillos de cannabis mientras que despedir sin justa causa un trabajador sin pagarle prestaciones ni siquiera es una contravención. También hemos decidido como sociedad que la prioridad a la hora de perseguir los delitos sea la flagrancia en hechos callejeros, porque investigar delitos de cuello blanco es más costoso y “estéticamente” menos impactante.
A Rodolfo Hernández alguien debería decirle que la población penitenciaria en Colombia está compuesta mayoritariamente por personas entre los 18 y 35 años de estratos 1 y 2 con una escolaridad precaria y analfabeta cuyos delitos son porte de armas, drogas, concierto para delinquir y hurtos.
Deberían decirle, también al ingeniero, que los delitos graves (homicidios, violaciones, desapariciones forzadas y delitos contra la administración pública) tienen niveles de impunidad que superan el 90%, lo que significa que los “malos” y “peligrosos” de la sociedad no están presos sino afuera comiendo en los mejores restaurantes.
Pero aun concediendo que estas personas (que si fueran tan peligrosas habrían logrado evadir el precario sistema punitivo colombiano, como lo hacen los poderosos) se “merecen” estar privadas de la libertad, deberíamos concluir que esa decisión de castigar es una decisión política de imponer una violencia costosa en contra de ciudadanos, y en consecuencia tales costos deberían ser responsabilidad de quien decide imponerla y no de quien debe soportarla.
Estar preso no es un derecho ni mucho menos un privilegio como para considerar la alimentación como una especie de “servicio” a la mesa. La pena es una violencia estatal que se impone bajo la idea de que resulta necesaria para tener una mejor sociedad, y es por eso por lo que a veces esa violencia es objeto de negociación como ocurre, por ejemplo, con los preacuerdos y principios de oportunidad con los que se sacrifica parte de esa pena o la pena completa a cambio de otro interés social tanto o más relevante.
Se podría concluir, entonces, que no existe ninguna razón para considerar que los presos deban estar agradecidos por estarlo, y la responsabilidad de administrar la violencia punitiva es de quien ha decidido ejercerla porque la considera ventajosa para sí.
En cuanto a la idea del trabajo como medio de resocialización, allí sí es razonable y nada novedoso considerar que constituye un eventual beneficio tanto para a la sociedad como para quien lo ejerce en condiciones dignas.
El problema del trabajo (y de la enseñanza y aprendizaje) de las personas privadas de la libertad es que no se puede imponer por la fuerza por la sencilla razón de que la esclavitud está abolida y la “bondad” no puede ser obligatoria en un Estado que llamamos de Derecho en el que la conciencia no se persigue.
La resocialización sólo puede considerarse válida si es voluntaria y si se presenta después de que la pena ha sido impuesta bajo otros fines. Por ello, es que quien decide trabajar tiene la posibilidad de reducir su pena impuesta, pero quien decide no trabajar no puede ser objeto de un nuevo castigo, y mucho menos si este resulta indignante o infamante como el hambre, al que estarían condenados únicamente los pobres.
Ingeniero: los platos de comida de los presos los pagamos para creer que vamos a vivir mejor, mientras pagamos también los platos de comida de muchos de los que comen a manteles, los mismos que usted seguramente también frecuenta.