Después de casi tres años y de unos resultados pocos visibles para los colombianos, el proceso de negociación entre el gobierno y el grupo guerrillero de las FARC, entra en un camino más pedregoso aún del ya recorrido: el de las víctimas. Sin embargo y pese a las dificultades naturales del mismo proceso, el peor escollo que tienen que salvar los negociadores, se encuentra en el contexto que lo rodea: un gran número de nacionales que creen y esperan una sumisión de la guerrilla sin ningún tipo de impunidad ni flexibilidad en las penas y una no despreciable cantidad de guerrilleros a los que el proceso no les genera ningún tipo de interés y creen en la prolongación en el tiempo de la guerra para alcanzar el poder. Los hechos de este último mes así lo demuestran, por un lado el Ejército Revolucionario, ha generado ataques de todo tipo afectando civiles, el medio ambiente y la infraestructura eléctrica y petrolera del país, creando un manto de dudas sobre la verdadera hegemonía que los líderes negociadores de ese grupo tienen sobre el total de combatientes. Por el otro, los enemigos oficiales del proceso, algunos gobiernistas y otros no, han aprovechado la racha de atentados para atacar, a partir de sus declaraciones, tanto a la presidencia de la República como al proceso mismo, y han, encontrando eco en algunos medios de información, intentado deslegitimarlo y masacrarlo. Aprovechan estos últimos, el ministro de defensa, algunos representantes de Centro Democrático y del Partido Conservador, entre otros, la injerencia que tienen en sus seguidores para herir el proceso, desconociendo que es gracias a la presión ejercida por ellos y al aprendizaje de los errores históricos que éste se lleva en medio de la guerra, sin una tregua que dé respiro a la población más golpeada que todos dicen defender. El conflicto colombiano desgraciadamente carece de un mínimo de consideración por el oponente y mucho menos por los civiles que están en medio, ninguno de los bandos respetan las condiciones de, una de las contradicciones más grandes de la civilización moderna, una guerra enmarcada en el Derecho Internacional Humanitario, y menos en un conflicto que por sus condiciones se ha librado en las zonas más rurales y apartadas del centralismo estatal. Así pues, descalifican a la guerrilla por utilizar armas no convencionales en contra de la población civil, olvidando que el mismo Ejército de Colombia ha puesto sus centros de operación al interior de las comunidades e incluso en contra de ellas que se oponen a hacer parte del conflicto. Recordemos lo sucedido hace poco más de dos años en el Cerro Berlín en el municipio de Toribío, Cauca, donde los indígenas protestaron por la presencia de una base militar que los deja como carne de cañón en medio del fuego. De igual manera, y sin pretensión diferente a poner la guerra del país en un verdadero escenario. En el sur del departamento de Tolima, el número de enfermos de leishmaniasis, enfermedad cutánea trasmitida por la picadura de un mosquito llamado “capotillo, palomilla o mantablanca”, ha aumentado ostensiblemente debido a la falta de medicamentos para su tratamiento. Esto tiene una explicación, dichos medicamentos son de uso y control del Estado colombiano a través del ejército y no del Ministerio de Salud, reduciendo al máximo las posibilidades de adquirir el Glucantime (medicamento utilizado para combatirla), haciendo de la enfermedad una forma “¿legítima?” de lucha contra la insurgencia. Este es el verdadero conflicto colombiano, de parte y parte se vulneran los derechos de combatientes y población civil, bien con el uso de armas convencionales o no, y es este tipo de conductas las que de una u otra manera comenzarían a desaparecer en la eventual firma de un tratado de desarme y negociación entre el Gobierno y las FARC.